Lo único que al escritor no le está permitido es sonreír, presentarse a los concursos literarios, pedir dinero a las fundaciones y quedarse entre Pinto y Valdemoro, a mitad de camino. Si el escritor no se siente capaz de dejarse morir de hambre, debe cambiar de oficio. La verdad del escritor no coincide con la verdad de quienes reparten el oro. No quiere decirse que el oro sea menos verdad que la palabra, y sí, tan sólo, que la palabra de la verdad no se escribe con oro, sino con sangre (o con mierda de moribundo, o con leche de mujer, o con lágrimas).
La ley del escritor no tiene más que dos mandamientos: escribir y esperar. El cómplice del escritor es el tiempo. Y el tiempo es el implacable gorgojo que corroe y hunde la sociedad que atenaza al escritor. (…). El escritor es bestia de aguantes insospechados, animal de resistencias sin fin, capaz de dejarse la vida -y la reputación, y los amigos, y la familia, y demás confortables zarandajas- a cambio de un fajo de cuartillas en el que pueda adivinarse su minúscula verdad (que, a veces, coincide con la minúscula y absoluta libertad exigible al hombre). (…). El escritor nada pide porque nada -ni aun voz ni pluma- necesita, y le basta con la memoria. Amordazado y maniatado, el escritor sigue siendo escritor. Y muerto, también: que su voz resuena por el último confín del desierto, y que el recuerdo de sus criaturas ahí queda. Mal que pese a los pobres títeres que quieren arreglar el mundo con el derecho administrativo.
Fragmento perteneciente al prólogo de la novela de Camilo José Cela, La colmena (pág. 18).
Escritos míos donde aparece Camilo José Cela: