Tras decirle: “Sé lo que eres”, entra Elena al departamento; Elena, su confidente de café, menos los miércoles. Entra Elena y nos callamos los dos en seco. Si no hubiera entrado Elena, le hubiera dicho más o menos lo siguiente, porque ya me tenía a mil por hora:
Tienes que saber que la experiencia repugnante que he tenido contigo, saldrá publicada, tanto en digital como en papel, en forma de dietario. La maldad es de interés social. La maldad que la gente vuelca sobre mí, no me la trago, no me la llevo a la tumba, se queda en este mundo, con nombre y apellidos (uno de los tuyos, incluso tiene connotaciones literarias significativas). Tu maldad se llama sadismo. Quedará demostrada con la valiosa ayuda de lo que me has dejado por escrito, incluido un audio. Una cosa es lo que dices, y otra lo que haces. Todo está listo y programado. Ya, ni me das lástima, aquella que me proporcionaste el lunes, 14 de enero, el día que literalmente salí por patas del departamento para alejarme de ti, tras haberme comido un bocadillo a traganudos, con tu última cuchillada psicológica hirviendo en mi sangre, sin sospechar, todavía, el motivo. Sí, las cuchilladas psicológicas, lo que hacen los sádicos, qué repugnancia. En caliente, dan rabia. Y con qué tono pronunciaste tus palabras y con qué gusto te vi acuchillarme. No se me olvidará nunca esa imagen. Pero qué repugnancia. Desde entonces, hola y adiós, y con muchísimas ganas de perderte de vista.
Posdata de final de curso. Menuda imagen patética me ha dejado Elena: la de ser cobista de una sádica. Y, como se sabe, los cobistas de los sádicos son también sádicos, en alguna medida.