¿Que opine sobre la narrativa actual? La respuesta es sencillísima. La narrativa actual es una mierda. La asepsia es el garabato dominante. Nada de infecciones. Todo edulcorado. Ninguna palabra por encima de otra. Todos los narradores iguales, como estúpidos calcos. Algunos de ellos con la potra de contar con una descaradísima operación de mercadotecnia. Todos dominados por el gran jefe, el gran matador, la gran criba, el gran manipulador cultural: las empresas editoriales, valga la redundancia.
Publicado bajo el epígrafe de Artículos dominicales, en Dietario en Red, el 25 de octubre de 2009
Si en Martorell conduces por la N-II, en dirección a Barcelona, merece la pena aparcar en alguno de los muchos espacios reservados para ello en el mismísimo margen derecho de la carretera, a la salida del pueblo, y visitar, a pie, el Puente del Diablo, de origen romano con arcada medieval.
Si ha estado lloviendo durante buena parte del día, como ha ocurrido en el caso de mi visita, encontrarás que la natural savia de la montaña contenida en todo el pueblo, se acrecienta a medida que te acercas al río Llobregat, al Puente del Diablo, y que su olor se va solidificando agradablemente en tu olfato, en tus pulmones, como si cocinara dentro de ti, con sus más frescos condimentos, la mejor salsa que puede ofrecer la tierra removida por la lluvia, por las hierbas, por el coraje del río revuelto. Una vez en el puente tendrás que alzar la vista porque su senda, hasta la primera mitad, se inclina hacia arriba, sin conseguir evitar la visión del cielo gris, un deslumbre arañado por gordezuelos cúmulos de nubes negras, hambrientas. Mientras subes por la ojiva gótica del siglo XIII, comprobarás la crecida del río, su descomunal corriente del color de la carne, su tenebrosa brutalidad, las cañas secas que se arrastran, se hunden y salen a flote, como ocurre con los ahogados. Una vez en la misma punta de la ojiva, echarás la vista abajo, al segundo tramo del puente, y descubrirás la única huella romana que ha sobrevivido hasta hoy. Verás la Roma del Imperio en tu presente, frente a ese arco de medio punto ruinoso, de paso obligado, concebido desde su primera dovela para adivinar los pensamientos de las personas que cruzan bajo su sombra. Tendrás ganas de acariciar su milenaria piedra erosionada, como si sopesaras el poder de la historia. Y la acariciarás. Y obtendrás como respuesta, tal vez por primera vez, el saludo y el sabor de la resistente gratitud, esa mole imperecedera, siempre a prueba de inclemencias, de los peores dolores, de los más frenéticos cataclismos.
Una compañera de Departamento, muy amable, de hechuras y habla muy llanas, me indicó tan bien los pasos a seguir en coche, que el viernes llegué directo con el Ibiza, sin amagos de meter la pata. Descarto la visita al Puente del Diablo, aquel de origen romano con ojiva gótica. Aunque aún no he preguntado a nadie, intuyo que queda muy lejos a pie. El diablo en el candelero. Menudo elemento. Puente del Diablo. Un nombre que incita al morbo.
Me vi viejo, canoso, escuchimizado por dentro y por fuera, flaco pero enterizo, gastando correa de feroz hebilla rectangular, como las que gasta Ralph Lauren, el famoso diseñador de moda al que encantan las modelos esqueléticas, como cantos de sirena. Me vi como amigo del viejo y canoso Ralph Lauren.
Publicado bajo el epígrafe de Artículos dominicales, en Dietario en Red, el 18 de octubre de 2009
Pasa el tiempo. No llama. Llega la hora de comer. Pelo patatas. Y no llama. Frío las patatas. No llama. Casco un huevo frito en la sartén. Con el estrépito, salgo de la cocina para oír el timbre del teléfono, que no suena. Saco el huevo frito con la yema entera. Y no llama. Me frío un filete de lomo. Ninguna llamada. Llevo el plato a la mesa. Las bebidas. Empiezo a comer. Ningún telefonazo. Pienso que a lo mejor se me ha anotado mal el teléfono. Cuando me queda un pelín de comida, un par de bocados, suena el teléfono. Me levanto. Consciencia de que tengo la boca llena, de que así es imposible hablar inmediatamente. Detengo mis pasos. Trago a la carrera. Con el cuarto timbrazo, descuelgo el teléfono. Hablamos por fin.
¡Que echan a Ricardo Costa! Aquel talle impecable de chulapón para mi pueblo, de lechuguino para el profesor de latín. ¡Que echan a Ricardo Costa! Su presunto tejemaneje corrupto de político corrupto todavía joven, fiestero, de habilidad fonética, perfumado de lujazos. ¡Que lo echan! Se nubla el cielo. Retumba el naranjal. Rueda la
Publicado bajo el epígrafe de Artículos dominicales, en Dietario en Red, el 11 de octubre de 2009
Comida en la playa de Castelldefels, como en los viejos tiempos. Probando la sombra fresca de los pinos del primero de octubre. Esquivando los todavía despiadados rayos del sol de la siesta. Y el azul del mar en mi retina, con el vaporoso y delicioso sabor del chorizo aún entre mis dientes. Aire bueno. Sol como espadas. La tranquila ondulación del mar. Los días que se repiten tras más de un lustro de separación. Naturaleza apacible como mayor rasgo.
2003. Recuerdo que aquel año estuvo lloviendo casi todo el mes de abril, y que el sol de junio aparecía tras las ventanas como una mole de fuego, y que el 8 de agosto se me presentó la niña Paz, tan complaciente como Ibiza, pocos días después. Qué tiempos.
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