Si en Martorell conduces por la N-II, en dirección a Barcelona, merece la pena aparcar en alguno de los muchos espacios reservados para ello en el mismísimo margen derecho de la carretera, a la salida del pueblo, y visitar, a pie, el Puente del Diablo, de origen romano con arcada medieval.
Si ha estado lloviendo durante buena parte del día, como ha ocurrido en el caso de mi visita, encontrarás que la natural savia de la montaña contenida en todo el pueblo, se acrecienta a medida que te acercas al río Llobregat, al Puente del Diablo, y que su olor se va solidificando agradablemente en tu olfato, en tus pulmones, como si cocinara dentro de ti, con sus más frescos condimentos, la mejor salsa que puede ofrecer la tierra removida por la lluvia, por las hierbas, por el coraje del río revuelto. Una vez en el puente tendrás que alzar la vista porque su senda, hasta la primera mitad, se inclina hacia arriba, sin conseguir evitar la visión del cielo gris, un deslumbre arañado por gordezuelos cúmulos de nubes negras, hambrientas. Mientras subes por la ojiva gótica del siglo XIII, comprobarás la crecida del río, su descomunal corriente del color de la carne, su tenebrosa brutalidad, las cañas secas que se arrastran, se hunden y salen a flote, como ocurre con los ahogados. Una vez en la misma punta de la ojiva, echarás la vista abajo, al segundo tramo del puente, y descubrirás la única huella romana que ha sobrevivido hasta hoy. Verás la Roma del Imperio en tu presente, frente a ese arco de medio punto ruinoso, de paso obligado, concebido desde su primera dovela para adivinar los pensamientos de las personas que cruzan bajo su sombra. Tendrás ganas de acariciar su milenaria piedra erosionada, como si sopesaras el poder de la historia. Y la acariciarás. Y obtendrás como respuesta, tal vez por primera vez, el saludo y el sabor de la resistente gratitud, esa mole imperecedera, siempre a prueba de inclemencias, de los peores dolores, de los más frenéticos cataclismos.
Fragmento perteneciente a DIETARIO EN RED 2009-2010