A ver quién se ha librado alguna vez del pretendido veneno de las palabras irreverentes. Nadie. Ni Dios desde su sagrada palabra indirecta en el Viejo Testamento, que tantos conocen. Ni Cristo desde su sagrada palabra indirecta en el Nuevo Testamento, que tantos conocen. Ni siquiera los santos, desde sus palabras volanderas, que por volanderas no tantos conocen.
Publicado bajo el epígrafe de Artículos dominicales, en Dietario en Red, el 1 de noviembre de 2009
2003. Recuerdo que aquel año estuvo lloviendo casi todo el mes de abril, y que el sol de junio aparecía tras las ventanas como una mole de fuego, y que el 8 de agosto se me presentó la niña Paz, tan complaciente como Ibiza, pocos días después. Qué tiempos.
Nota del autor: Vuelvo a recordar que todos los mensajes y e-mails que recibió mi niña Paz fueron reales. Se trataba de los momentos estelares en que mi personaje saltaba de la ficción a la realidad.
Texto perteneciente a la novela titulada CALIENTE (pág. 139).
* * *
Nota del autor. Como vi que Iván Tubau estaba ya perdiendo literalmente la cabeza por mi niña Paz, un ente de ficción, un experimento literario que llevé con un secreto hermético, no tuve otro remedio que salir yo mismo como personaje, una vaca sagrada de la niña que no encontraría competencia en amores (así, supuse, se le bajaría un poco el encoñamiento al amigo Iván Tubau, un encoñamiento que me resultaba, a esas alturas, embarazoso).
Nota del autor: Vuelvo a recordar que todos los mensajes y e-mails que recibió mi niña Paz fueron reales. Se trataba de los momentos estelares en que mi personaje saltaba de la ficción a la realidad.
Muy de mañana. Y enfrascado con el archivo fotográfico que dejó mi niña Paz en la Red. Qué recuerdos. Volveré a colgar muchas de estas fotografías. En medio de la rutina del copiar y pegar, acaba de saltar la sorpresa. Me he reencontrado con un comentario, que creía perdido para siempre, sobre mi novela El Paseo de los Caracoles. La firmó un tal Caliban. Aunque no aparece la fecha en mi documento de Word, sé que data de 2004, y que es seguro que pertenece a César, un compañero de instituto, profesor de inglés, que tuve en Esplugas. Gracias, amigo. Tu análisis pasa ya, con tinta fresca, a los anales de mi memoria.
Caliban:
EL OLOR DE LOS CIPRESES
Otro libro en mis manos. Un fin de semana para disfrutarlo. Qué más se puede pedir, con lo que necesito últimamente del negro sobre blanco para apaciguar desazones. El libro en cuestión es de un joven escritor barcelonés, Antonio Gálvez Alcaide. Se titula El paseo de los caracoles, y en mi opinión es un hermoso ejercicio narrativo, poco frecuente en los tiempos que corren, que embelesa al lector, lo guía por casi todos los recovecos vitales —y mortales— del barrio de les Planes, entre Cornellà y Sant Joan Despí, y al remate lo deja con la impresión de que, para nuestro alivio y mayor esperanza de los letra heridos, aún hay gente que escribe con la pasión y la devoción que sólo pueden emanar de un amor verdadero, profundo, casi exclusivo, por la literatura.
Cómo se nota que Gálvez está prendado de la escritura. Su libro me ha asombrado. Una corriente de tinta fluye, suave y sin arrugas como una seda, a lo largo de unas páginas que me costará olvidar. Sorprende la reciedad de una lengua sin tapujos, de expresión justa y parca, pero a la vez exquisitamente sensible y profunda. Esto resulta en una lectura que te duele y te emociona a la vez, como lo hace la vida cotidiana, todo lo que vemos, oímos y palpamos, los avatares de nuestras existencias.
Personalmente, El paseo de los caracoles me ha marcado, no sólo por la calidad literaria que rezuma en abundancia por sus páginas, sino tal vez también por el momento en que lo he recibido. Cosas vividas que había olvidado, eso creía yo, como un antiguo amor que se me cae a los pies, tropiezo en él y me doy el gran morrazo. Y poco antes, ha planeado sobre mí la amenazadora sombra del buitre de un dolor de mal nombrar y peor sufrir. La tortura de la mente me flagela el cuerpo. Sí, será eso. He pensado mucho estos días, le he dado vueltas a la cabeza sobre lo que significa la muerte y quiero explicar la impresión que me ha causado esta lectura, y lo que me ha enseñado. Porque desde pequeñito tengo la sana costumbre de aprender algo nuevo todos los días, antes de acostarme.
La muerte nunca me había mirado a la cara. Sólo la veía reflejada en los rostros de seres queridos, y me aterrorizaba. Ahora ese pánico se ha vuelto aceptación, y en cierto modo, curiosidad. No tengo gana alguna de morirme, pero ya no me da miedo. La muerte es la vida y ambas son inseparables compañeras. Gálvez en su Paseo nos la hace ver con otros ojos. Y de ese modo no me importaría disolverme en ese otro mundo, y flotar en la buena compaña de sus habitantes. Tomarme unos finos en el bar “Los Cordobeses” con el Olivotranco, y hablar de su pueblo y de los míos, siguiéndole el rastro con la vista a la rata Susana. Me moriría aunque sólo fuera por beberme las lágrimas de las negras pestañas de Mercedes, hermosa en ambas vidas. Leería poemas con Fernandín de Rodríguez, flotando detrás suyo, por encima de su hombro. Y a mí, como al buenazo de Pepín, también me encantaría palparle bien el culo a la morenaza Gemma.
Curiosamente, cerca de mi barrio, que es periférico, inmigrante y barcelonés, también hay un cementerio, y desde que me aventuré por las páginas de este libro, siento de vez en cuando el impulso de visitar el camposanto, a pensar en los vivos y en los muertos, a impregnar mi cuerpo y henchir mi olfato del dulce olor de los cipreses, que me sirva de incienso en una ceremonia de reconciliación conmigo mismo. Hace poco, una tarde soleada de las pocas que hemos tenido esta primavera, me quedé absorto en la observación de uno de esos árboles, que apuntaba al cielo como una espada verde. Al poco rato me pareció que me enroscaba a su alrededor, que lo envolvía y me aferraba a él como algo que se ama y se necesita a la vez. Poco después flotaba por los aires y contemplaba desde lo alto el barrio donde nací y me crié, otro barrio obrero que dio nombre y carta de existencia a los altres catalans. ¿Será que he traspasado los lindares de ese “otro mundo”? No lo sé a ciencia cierta, lo que sí sé es que hacía tiempo que no me sentía tan a gusto. Es como una nueva dimensión.
Hace unos meses leí la noticia de un hombre, español, que mató a su mujer a martillazos, algo similar a lo que hizo un personaje mío en El informe del roedor, una novela
Esta entradilla ha sido escrita mentalmente, casi por completo, esta mañana, mientras estiraba mi pesada musculatura y corría un rato por el Paseo Marítimo de Castelldefels. Mi niña Paz me la ha dictado. Hacía mucho tiempo que no sentía sus vibraciones de una manera tan intensa.
A través de José Ángel Mañas, consigo ponerme en contacto con Roger Wolfe, del que pretendo incluir una cita larga, magnífica, en el próximo libro que editará Morfeo. Wolfe se siente “¡encantado!”. Así da gusto.
Cortesías de Arcadi Espada en su blog. Enlaza la entradilla de mi bitácora del 5 de febrero de 2005, un texto que se publica en Caliente como “Un prólogo retardado”. Arcadi me enlaza de esta manera: “La historia real, que algún día contaré yo, myself, es, ¡cómo no!, insuperable”.
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