La vida de Salvador almacenaba muchos desprecios, muchos rostros ácidos. La cara rota de la única mujer con la que estuvo casado se le aparecía la mayoría de las noches de invierno. En cuanto se acostaba, apagaba la luz y cerraba los ojos, solía florecer en sus párpados la cara desparramada de su esposa, aquella tez amoratada sobre un bordillo, toda la cabellera rubia jaspeada de sangre rojísima, sin vida. Entonces encendía la luz, contenía la respiración y entrecortadamente exclamaba: «Otra noche más». Pasadas varias horas, se dormía bajo las resonancias indelebles del bordillo, de la calamitosa furgoneta que se desvió un segundo, de la murmuradora maraña de la Rambla.
Fragmento perteneciente a la novela titulada El solitario (pág. 12).
Una compañera de Departamento, muy amable, de hechuras y habla muy llanas, me indicó tan bien los pasos a seguir en coche, que el viernes llegué directo con el Ibiza, sin amagos de meter la pata. Descarto la visita al Puente del Diablo, aquel de origen romano con ojiva gótica. Aunque aún no he preguntado a nadie, intuyo que queda muy lejos a pie. El diablo en el candelero. Menudo elemento. Puente del Diablo. Un nombre que incita al morbo.
Pasa el tiempo. No llama. Llega la hora de comer. Pelo patatas. Y no llama. Frío las patatas. No llama. Casco un huevo frito en la sartén. Con el estrépito, salgo de la cocina para oír el timbre del teléfono, que no suena. Saco el huevo frito con la yema entera. Y no llama. Me frío un filete de lomo. Ninguna llamada. Llevo el plato a la mesa. Las bebidas. Empiezo a comer. Ningún telefonazo. Pienso que a lo mejor se me ha anotado mal el teléfono. Cuando me queda un pelín de comida, un par de bocados, suena el teléfono. Me levanto. Consciencia de que tengo la boca llena, de que así es imposible hablar inmediatamente. Detengo mis pasos. Trago a la carrera. Con el cuarto timbrazo, descuelgo el teléfono. Hablamos por fin.
Comida en la playa de Castelldefels, como en los viejos tiempos. Probando la sombra fresca de los pinos del primero de octubre. Esquivando los todavía despiadados rayos del sol de la siesta. Y el azul del mar en mi retina, con el vaporoso y delicioso sabor del chorizo aún entre mis dientes. Aire bueno. Sol como espadas. La tranquila ondulación del mar. Los días que se repiten tras más de un lustro de separación. Naturaleza apacible como mayor rasgo.
2003. Recuerdo que aquel año estuvo lloviendo casi todo el mes de abril, y que el sol de junio aparecía tras las ventanas como una mole de fuego, y que el 8 de agosto se me presentó la niña Paz, tan complaciente como Ibiza, pocos días después. Qué tiempos.
(…)
Parece que la indisciplina en las aulas, el gamberrismo de las aulas, está calando en la política del país. Salta la noticia de que Esperanza Aguirre, la presidenta de la Comunidad de Madrid, desea inocular a los profesores de Primaria y Secundaria el titulillo de «autoridad», semejante a la etiqueta de policías, jueces, etc. Así que tanto la agresión física como psicológica de los alumnos, o de sus papás, a los profesores podría pagarse con una temporada en prisión. ¿Quién puede creerse tan gran disparate? (…).
Me levanto. Miro en el cúmulo de papeles viejos de clase. No me sonaba haberlas tirado a la basura. Descubro copia de faltas de conducta que yo mismo he puesto a lo largo de todo un curso. En total son 108. Poquísimas, puesto que tengo una paciencia endiablada, aparte de que el castigo no casa con mi carácter. Pero hay normas en los centros, que los alumnos conocen, y uno no puede quedarse inmóvil frente a tan espinoso tema. Tampoco es pedagógico. A continuación salvo, para mi memoria, todos los textos que conservo de puño y letra, ordenados cronológicamente y por cursos.
(…) «No deja de jugar y alborotar con el compañero de atrás. Al ver que le ponía amonestación me ha dicho claramente: «tu puta madre». No lo he expulsado porque son las 13.25 h.».
(…) «Ha dicho en voz alta y clara “hijoputa” a uno de sus compañeros. Al indicarle que lo expulsaba de clase, se ha puesto amenazante conmigo. Por otro lado, veo que este alumno se está tomando demasiadas libertades respecto a mí: al principio de esta misma clase, para llamarme, ha clavado su dedo, fuertemente, varias veces en mi hombro.».
(…) Fragmento perteneciente a DIETARIO EN RED 2009-2010
Ahora que se extingue el verano, ahora que se aproxima el ruido de las aulas, ese carrusel imprevisible, echo la vista atrás. Se evapora el verano, como una sonrisa acartonada, como una sonrisa de bella frescura que hechiza, como cualquier cosa que se apaga. Se retira del tapete el verano, el mayor periodo vacacional de los profesores. Y yo no he dejado de trabajar. Desde un punto de vista técnico, yo no he hecho vacaciones. Dicen que sarna con gusto no pica. Este es mi caso. Salvo unos días, durante la primera semana de julio, en que me dediqué a rascarme la barriga, no he dejado de escribir, de corregir, de escribir, de corregir, de escribir, de corregir, sin perdonar un solo día, como una máquina literaria. Sarna con gusto no pica.
Antes de concluir el examen de la segunda edición de Relatos del fuego sanguinario y un candor, me fui a Toledo. A escribir. Toledo. Allí siempre con mi libreta y mi bolígrafo, escribiendo en cualquier recoveco. Sobre un escalón. Sobre una piedra. Sobre unos hierbajos. Sobre mis pies, tieso como un palo. Sobre alguna nube de mullida inspiración. Jamás me detuve. Jamás me detengo. Mientras la gente pasa como si no existiera yo, como si no existiera ella misma. Hasta que se deja notar, con sus clavos, las menos de las veces. O con sus dedos de tulipán, las menos de las veces. Siempre escribiendo. Siempre corrigiendo. Sarna con gusto no pica.
Terminé la corrección de los relatos hispanoamericanos. Pero lejos quedó la interrupción del respiro. Pocos días antes ya me había adentrado, de cabeza, en la magistral joya del Lazarillo. Y me afané en trasladar su arcaico y engorroso texto al español actual. Toda una doma sintáctica. Toda una investigación sobre el sintagma inexistente hoy. Y ese léxico en desuso, o que hoy significa lo contrario. Menudo lío. Menudo desafío. Y qué inmenso placer. Tocar palabra a palabra, sin prisas, y hasta con cariño, la gran obra de Alfonso de Valdés, el autor del Lazarillo, oculto en el anonimato casi medio milenio, un autor cuyo rastro, en mi obra, aparece explícitamente en Como las víboras.
Sí, en efecto, voy a publicar una lectura adaptada del Lazarillo a los modos actuales del castellano. Para que los ojos hagan una lectura continua, sin que tengan que frenarse en las notas de a pie de página, si es que las hay. Para que se lea un texto tal como el gran Alfonso de Valdés lo hubiera escrito hoy. Sin que queden dudas. Cada folio del texto lo voy solucionando en una hora y media, más bien larga, con un resultado sorprendente. Qué gusto. Y sin escatimar consultas. Muchas. Muchas veces, en el meollo de los rigores de la larga canícula que hemos soportado, con el revés de la mano he tenido que enjugarme las pestañas, literalmente empapaditas de sudor. Sarna con gusto no pica. Qué gusto. El Lazarillo, átomo a átomo, cristalizado en mi maquinaria literaria.
—Bien está, Antonio. Gracias.
—Gracias a ti, Alfonso. Todo un honor, erasmista.
Prosigo. Voy por el folio 43. Ya quedan menos. El sol hoy no se cuece tan enojado. Las excavadoras de la calle descansan. Sarna con gusto no pica.
La maldad infantil, una dentellada que se mantiene incólume a lo largo de los siglos, y que en el siglo XXI se desarrolla mucho menos autorreprimida. Yo he escrito historias en las que la maldad infantil se refleja como tentáculo dominante. A bote pronto recuerdo un par: Cosa de tres, de Trenzado de homicidas; y Temblor de invierno, de Cuentos agrios. Y lo que me queda…
Tras tomar un café con leche en un bar de la plaza del Potro, me monto en un taxi que me lleva a La Victoria, el pueblo de mis padres, que se ubica a unos treinta kilómetros. La Victoria, uno de los espacios de mi novela El Paseo de los Caracoles. Ternura. Desarraigo.
Qué gran visita acabo de hacer. Frente a la obra del pintor cordobés, me he acordado mucho de la obra del poeta granadino. Acabo de respirar cierto aliento lorquiano.
Palacio de Fernán-Núñez, Madrid, en 1991. En ese instante, tenía a mis espaldas, en el graderío, a Francisco Umbral; y a tres o cuatro metros, en el centro de la mesa a que me dirigía, a Camilo José Cela, que disfrutaba de la reciente concesión del Premio Nobel.
Recogía mi galardón en el XXV Premio de Narraciones Breves Antonio Machado, por el relato titulado La molondra de don Peliforte. Está publicado en el recopilatorio Curación milagrosa, por la Fundación de los Ferrocarriles Españoles, editorial radicada en Madrid. Tiene dos ediciones. La primera, de 1992; la segunda, de 1998. Veamos el Prólogo de esta segunda edición:
“Un acontecimiento importante, la inauguración por los Reyes de España de la sede de la Fundación Camilo José Cela en Iria Flavia, propició que la concesión del XV Premio de Narraciones Breves “Antonio Machado” volviese a tener como marco –al igual que el año anterior, en que la Fundación de los Ferrocarriles Españoles entregó la vieja locomotora Sar, más conocida por “Sarita” desde tiempos inmemoriales por todos los habitantes de la comarca- la noble tierra gallega de Padrón.
En la mañana del 11 de junio de 1991, bajo un sol de justicia y entre numerosísimos invitados, Don Juan Carlos y Doña Sofía presidieron el solemne acto en la Casa de los Canónigos y, por la tarde, el Jurado del decimoquinto “Antonio Machado” se reunió en un restaurante cercano, que inauguró a su vez una sala noble que lleva el nombre del escritor padronés. El Jurado, presidido por Camilo José Cela, estuvo formado en esta ocasión por Joaquín Calvo Sotelo, Salvador Clotas, Mercè Sala, Mariano Tudela, Francisco Umbral –ganador de la anterior edición con su cuento “Tatuaje”- Darío Villanueva y Luis Vélez Riesco, que actuó como secretario.
Entre las diez narraciones seleccionadas -de las más de dos mil recibidas- la calidad literaria se mostraba a excelente altura, lo que dio lugar a que las deliberaciones de los miembros del Jurado se extendiesen por bastante tiempo».
La tercera edición de La molondra de don Peliforte pertenece a Cuentos agrios.
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